Como era un día en la vida de San Juan Bosco: Año
1876.
Entresacamos para nuestros lectores los principales párrafos de un artículo que fue
premiado por la Academia Francesa del salesiano contemporáneo de Don Bosco: P.
Aufray.
Dan las cuatro y media en la Iglesia de María Auxiliadora. Una ventana se ilumina allá
en el segundo piso, mientras todo lo demás permanece a oscuras: Don Bosco ya está de
pie. Desde el año que se ordenó de sacerdote, hizo este propósito: "solamente
descansaré cinco horas cada noche". Y lo ha cumplido exactamente. Gracias a la
brevedad de su sueño y a su inmensa capacidad de trabajo, ha trabajado más de dieciséis
horas cada día para el Reino de Dios. Ha escrito más de cien obras y ha llenado el
mundo con obras buenas a favor de los pobres. Él sabe que nadie ha llegado al éxito
trabajando sólo ocho horas diarias. Él trabaja las ocho horas pero multiplicándolas por
dos y añadiendo otras dos o más. Y así lleva casi medio siglo desgastándose por Cristo
y por la Iglesia.
Son las cinco. Don Bosco reza. Desde hace varios años el Papa lo dispensó del
breviario porque ha perdido ya un ojo y el otro le arde mucho. El Pontífice le ha dicho:
"Únete de alguna otra manera a la Iglesia orante". Y eso es lo que hace: arrodillado, con
las manos juntas, los ojos cerrados, inmóvil, entregado a Dios. Le da gracias. Pide
perdón para sí y para otros, Y ruega por las necesidades propias y por la de tantas
personas que le han pedido un recuerdo en la oración. Está acumulando energías en su
alma para verterlas después en las personas que vengan en busca de luz o de consuelo.
Durante una hora o más permanece así, entregado al amor de Dios y de su Santísima
Madre.
La oración mueve a la acción. Un poco después de las seis ya está en su mesa de
trabajo. Traza programas de acción para sus salesianos, redacta nuevos proyectos de
obras apostólicas para enviar a la Santa Sede, corrige los borradores de nuevos libros
que va a publicar, prepara sermones que tiene que predicar, escribe ideas luminosas...
Las siete y media. Los alumnos se dirigen a la Iglesia. Don Bosco los precede para
esperarlos en el confesionario. Ha confesado día tras día durante muchos años. El día de
su Primera Misa pidió al Señor que le diera la eficacia de la palabra, y Dios le concedió
su petición. Es difícil que alguno de los penitentes permanezcan insensibles ante sus
consejos. Un reclinatorio a cada lado. Don Bosco en el medio, y la frente del penitente
sobre los hombros del santo. Cada mañana son unos cincuenta los que se confiesan,
excepto en las vísperas de fiestas que son varios centenares.
Terminada la confesión de los muchachos, Don Bosco se prepara unos minutos y luego
celebra la Santa Misa. La dice con fervor, sin demasiada lentitud pero pronunciando
muy bien las palabras y haciendo cuidadosamente las ceremonias. El mundo entero
desaparece para él, y sólo le interesa hablar con Dios que desciende al altar en forma de
Hostia y de Vino. La gente nota la extraordinaria piedad con la que celebra. A veces
llora de emoción.
-¿Quién es ese sacerdote que celebra tan bien la misa? –preguntan las personas que no
lo conocen- ¡debe ser un santo!.
Cuando termina su misa ya son cerca de las nueve. Los alumnos están ya en pleno
recreo. Tan pronto aparece en el patio corren hacia él. Todos desean el lugar más
próximo al Padre. Le besan la mano en señal de cariño y escuchan con gran atención lo
que les dice. Lentamente atraviesa el patio. Él va diciendo a cada uno una palabrita
cariñosa.
Un pedacito de pan, un poco de achicoria, algo que parece café, pero fuera del nombre
no tiene casi nada más, y Don Bosco queda preparado para seguir trabajando toda la
mañana.
Son las nueve y cuarto. Don Bosco se dirige a su Oficina. Qué cantidad de gente que lo
está aguardando para hablar con él.: ahora empieza el suplicio de las audiencias. La
prensa habla de sus milagros, de sus visiones, de su especial santidad.
Don Bosco sufre mucho estando sentado. Le duelen mucho las piernas y la espalda.
Pero a nadie le demuestra que sufre.
Día tras día desfila la gente. Treinta o más personas cada mañana vienen a consultarles
sus problemas, a solicitar consejo, a exponerle sus dudas, a pedir un milagro. Una
madre que tiene el hogar destruido. Un hombre que no es capaz de dominar sus vicios,
un joven que no sabe que carrera seguir, una pobre familia con un enfermo incurable, un
desesperado al borde del suicidio, un escrupuloso atormentado por sus dudas, un
sacerdote que le pide que vaya a su pueblo a predicar, un acreedor que le viene a
recordar que le debe todo lo que los alumnos le han comido por un mes, etc. , etc.
"Don Bosco" -Le dicen sus amigos- ¿Por qué no disminuye el número de las
audiencias? Usted se está agotando más de lo debido".
-Pobres- exclama- no puedo decidirme a abreviar sus conversaciones. ¡Llegan de tan
lejos! ¡Son tan desdichados! Lo único que podría hacer para que no vinieran más es
fingirme loco. Pero eso no sería digno de un sacerdote. El sacerdote está para
desgastarse por las almas. ¡Mientras tenga un poquito de energías esa será totalmente
para nuestro Señor y para la salvación de las almas!.
Ya va a ser la una de la tarde. Los calambres atacan sus piernas. Su estómago, tan mal
desayunado, reclama alimentos, su cabeza ya no da más. Pero no borra por eso la
sonrisa de sus labios. Hasta el último de los visitantes es bondadosamente recibido.
Llega el comedor. Ya los religiosos han salido a dirigir el recreo de los jóvenes. El
lugar que ocupaban los superiores, alrededor de Don Bosco, lo ocupan ahora un grupo
de jovencitos que con cariño filial vienen espontáneamente a hacerle compañía. Ríen
con sus chistes, se emocionan con sus historias y de vez en cuando reciben una palabrita
especial para el alma. ¡Se les pasan tan rápido los minutos oyendo al buen Padre!.
Alcanza luego estar unos minutos en el recreo viendo con alegría cómo juegan de
bullangueros sus muchachos en el patio. Él siempre les repite: "Tristeza y melancolía,
fuera de la casa mía. El triste o es malo o está malo. Un santo triste es un triste santo".
Quizá en ningún otro colegio del mundo haya tanta alegría como en aquella casa, la
primera fundada por el gran educador.
¡Las dos de la tarde! La campana interrumpe la charla paterna y los jóvenes vuelven a
su estudio o taller. Para Don Bosco es tiempo sagrado. Durante más de una hora no
estará para nadie. Está rezando. En la casa todos los saben, y todos respetan ese
apartamiento de un corazón que tiene tantas obras que encomendar a Dios, tantas almas
de amigos y bienhechores por quienes rogar, tantas luces y fuerzas que implorar para
poder seguir adelante con su apostolado, ¡tantas acciones de gracias que rendir al buen
Dios!.
Pasadas las tres de la tarde. Sale de su habitación para irse lejos. Allí nadie lo dejará
en paz por un largo rato. Y tiene varios centenares de cartas que contestar. Con un
voluminoso paquete de cartas, papel y sobres, sale para casa de algún amigo, donde
nadie pueda hallarlo. Allá le tienen todo preparado: Una pieza alejada donde nadie vaya
a molestar. Mesa, tinta, etc. Y por varias horas estará allí contestando cartas, porque
jamás deja una misiva, aún la más humilde, sin darle una amable contestación. Varias
tardes sale a buscar ayuda para sus niños pobres.
A veces, al salir por la tarde de su Oratorio, va tan rendido, tan lleno de sueño, que ni
sabe a donde se dirige. Se acostó muy tarde, se levantó muy de madrugada, ha trabajado
mucho. Su organismo no resiste más. Entra a la humilde piecita de un zapatero y pide
que lo deje sentarse en un pobre taburete a descansar. Y allí se queda dormido. Otras
veces entra a una tienda solitaria y pide permiso para sentarse en un rincón y queda
profundamente adormecido. La gente pasa y exclama: "Miren ese es el famoso Don
Bosco". Hay días en que duerme más de dos horas. Al despertarse llama la atención al
zapatero o al dueño de la tienda: "¿Por qué no me han despertado antes?" "Ah, Padre,
parecía Usted tan cansado que era un pecado despertarlo". Las horas siguientes las
empleará escribiendo o yendo a buscar ayuda para sus obras.
Las cartas que escribe en aquellas tardes son siempre salpicadas de cariño y de palabras
provechosas para el alma. Jamás una palabra dura. Jamás una crítica a nadie. La más
exquisita gentileza con todos. Parece un hombre de la más alta clase diplomática. Este
pobrecito pastor de vacas, que a los 15 años todavía no había ido al colegio por ser tan
pobre, ahora se cartea con las personas más importantes del país y muchas del exterior,
y sus cartas son modelo de cultura, de bondad y de celo por el bien de las almas.
Las seis de la tarde: Los médicos le han dicho que no escriba después de esa hora por
que sus ojos le arden mucho. Ordena sus papeles y vuelve a casa. Por el camino pasa
por frente de la Iglesia de María Consoladora. Ah, esa Iglesia, si que le trae recuerdos
afectuosos. Allí fue a llorar cuando murió Mamá Margarita, y declaró a la Virgen
Santísima que Ella tenía que ser en adelante su Madre Amantísima. ¡Allí a entrado
tantas veces a rezar, y nunca sus oraciones han dejado de ser escuchadas! Se arrodilla
frente la imagen de María Consoladora y casi solo, en medio del vasto silencio del
templo se entrega a una filial plegaria.
Unos pasos más y ya está en casa. Allí lo están esperando sus salesianos. Ellos saben
que esos primeros minutos de la noche los dedica a dar dirección espiritual a sus
religiosos que tanto ama, y ahí están junto a su habitación aguardando para darle cuenta
de sus problemas de conciencia y recibir sus consejos que aceptan como venidos de un
mensajero de Dios. Aquella es una ocasión formidable para infundir su espíritu en los
que habrán de continuar su obra, y emocionarlos para esta labor dificilísima de educar a
la juventud pobre. En estos coloquios con sus salesianos les va enseñando todos los
secretos para lograr hacer el mayor bien posible a la juventud, al mismo tiempo que se
les presenta una imagen agradable y simpática de la religión católica y de sus
sacerdotes.
Las ocho. La cena en familia. Don Bosco llega puntualmente. Bendice la mesa y
preside la comida. Un rato de lectura de los evangelios y de algún otro libro instructivo
y agradable, y luego charla general. Hay en la casa de Don Bosco una alegría que parece
explotar. –"Denle una alegría más a Nuestro Señor- les pide continuamente – denle una
alegría al buen Dios estando siempre alegres y contentos". – Y él mismo da el ejemplo.
Nunca nadie lo ha visto triste, ni con el rostro de mal humor.
Van saliendo los salesianos y muchos alumnos, al patio a jugar. Pero un numeroso
grupo se acerca a la mesa de Don Bosco. Lo rodean como hijos cariñosos. Para ellos
este santo sacerdote es todo, después de Dios. ¡Cómo lo observan! ¡Cómo lo escuchan!
¡Hacia él no hay ningún temor!. ¡Para Don Bosco todo es cariño y simpatía!. Aquel
último rato de la jornada lo pasan felices oyéndole charlas amenas y provechosas, y
también contándole cada uno con toda confianza, como a un buen papá, lo que el
corazón le aconseja. ¡Son ratos inolvidables!. Para toda sus vidas recordarán aquellos
jóvenes los recreos pasados junto al más simpático santo moderno.
¡Las nueve! La campana pone fin al recreo. Súbitamente callan las conversaciones y los
jóvenes se van a un extremo del patio a rezar las oraciones de la noche. Don Bosco se
halla en medio de estos, más devoto que todos los demás. Su voz de tenor se eleva un
tanto sobre el conjunto cuando rezan ciertas oraciones, especialmente el Padrenuestro,
que es su oración preferida. Terminada la plegaria, lo ayudan a subirse a una tosca silla.
Al verlo aparecer, sonriente, por encima de las cabezas de los ochocientos alumnos,
todas las frentes se levantan, todos los ojos brillan de emoción. Luego un religioso
silencio. Don Bosco va a hablar. Todos se fijan en él, y lo escuchan con perfecto
recogimiento. Ese discursito de cada noche lo llama él "las buenas noches" y le ha
producido maravillosos resultados durante docenas de años. Unas noches cuenta alguno
de sus famosos sueños. Otras narra un hecho importante sucedido en estos días, para
sacar alguna enseñanza. Algunas veces anuncia muertes que van a suceder dentro de
muy poco, etc., etc. Esta noche quiere hablar de lo que todo vieron hoy en el paseo:
"Esta tarde pasamos por los campos donde están cosechando el trigo. ¿Vimos con qué
alegría los campesinos recogen las gavillas de espigas llenas de granos? ¿Quieren saber
que tanto recoge cada uno? Pues eso depende de lo que haya cultivado. El que cultivó
poco recoge poco, y el que cultivó mucho recoge mucho. Así será en nuestra vida.
¿Quieren saber que tantos éxitos van a tener cada uno? Eso depende del esfuerzo que
cada uno hace ahora por prepararse. El que estudia y se prepara mucho, tendrá muchos
éxitos, pero el que no se prepara tendrá pocos triunfos.
"Buenas noches", contesta el inmenso coro de ochocientas voces, y todos se van a sus
dormitorios a descansar.
Algunos vienen a despedirse personalmente del santo y a besarle la mano, señal de
cariño y muy frecuente hacia los sacerdotes en Italia, y él aprovecha para dar los últimos
consejos del día.
Luego vienen los superiores de la casa a contarle cómo anda todo y a pedirle consejos y
órdenes, y a recibir palabras de aliento que tanto necesita para esa labor tan difícil de
educar niños pobres.
Son las once. El último de los salesianos se ha ido. La jornada parece terminar. Él goza
plenamente a la vista de tan espléndida tarea que el Señor le ha encomendado.
Si sus ojos lo permiten escribe una media hora, muchas veces al sonar la campana para
levantarse está todavía escribiendo. Gustan tanto a la gente los libros que Don Bosco
escribe, y ¡hacen tanto bien a las almas!.
Las once y media: Abre la puerta que da al balcón y levanta sus ojos hacia la cúpula
del Templo de María Auxiliadora. Su mirada descubre allí la estatua de la Virgen
Santísima, que él tanto ama. Hacia Ella se eleva el último suspiro de su fatigado corazón
al terminar la jornada: "Madre querida, Virgen María: haced que yo salve el alma mía".
Eso dicen sus alumnos por consejo suyo antes de ir a descansar, y eso lo repite él mismo
con fervor de santo.
Ahora a descansar. ¿Pero podrá descansar? Quizá en esta noche el cielo tenga algún
importante mensaje por medio de uno de sus misteriosos sueños.
De todos modos, mañana a las 4:30 ya estará en pie otra vez el gran Don Bosco, para
empezar una nueva jornada por ¡el Reino de Cristo! "Descansaremos en el Paraíso",
repetía alegremente.